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EL MITO DEL PRODUCTOR ILUMINADO

  • Foto del escritor: Samuel Lema
    Samuel Lema
  • 7 mar 2018
  • 4 Min. de lectura


Un día de julio tras una dura jornada en Mundos Digitales:


Representante de la ILM: Do you want to work for us?

Productor iluminado: Qué te folle un pez espada.


Esta conversación imaginaria forma parte de la mitología de la productora.


Trabajábamos en una pecera acristalada con los efluvios cancerígenos de la sala de rénder fluyendo sobre nuestras cabezas a la vez que nuestras respiraciones se retroalimentaban las unas con las otras (éramos cuatro personas, en cuatro metros cuadrados) evitando el oxígeno puro. The Human Centipede, pero en vez de boca/culo/boca, boca/rénder/boca. Todo muy tecnológico, una especie de mezcla entre el paisaje postindustrial de Spider y los pasadizos enladrillados y polvorientos donde los explotados trabajadores textiles matan las horas.


Estoy exagerando.


Todos los viernes a primera hora, tras la puerta de entrada a nuestro despacho, dormitaba un joven trabajador brasileño de mantenimiento, resacoso tras una noche de juerga en el Orzán. Rogaba ayuda para ocultarse (y acomodarse) tras una lámina de poliespán, pero aunque nadie adivinase su presencia, el olor a alcohol le delataba. Se llamaba Wagner, como el de Tristán e Isolda pero en versión proletaria. Si el de Bayreuth levantara cabeza...


Decía Mircea Eliade que los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado (o de lo”sobrenatural”) en el Mundo. Yo sólo recuerdo al entrar en el despacho, sobre un mueble aparador con varias cajoneras, observar una bonita composición grupal de plastilina, y en el centro de aquella composición clásica, triangular, jerarquizada, un personaje que sobresalía por encima de los demás y sobre cuya cabeza descansaba un triángulo con un ojo inscrito en su interior: El Productor. Comencé a temblar.


No teníamos mucho tiempo, y el ambiente estaba caldeado. La confianza depositada en aquel salvador llegado de las américas comenzaba a flaquear, sobre todo después de ver en IMDB que su experiencia práctica se reducía a los agradecimientos por los servicios prestados asesorando a unos antiguos alumnos de animación, Cannes tiene estas cosas. El hecho de que el contenido resida en el continente, como mínimo, genera a los interesados un relato discursivo autolegitimado, rollo: "Es buenísimo, lo conocimos en Cannes!". Esas decisiones, confundir un asesor o un teórico de reconocido prestigio, con un artista, forma parte del imaginario surrealista del productor iluminado, y no de aquel productor del que hablaba David Puttman, no. Tocar hierro y convertirlo en oro.


El caso era que el guión de la siguiente película tenia ciertos problemas (estructura desorganizada, tensión dramática inexistente, arco de los personajes sin progresión, entornos demasiado amplios, tríada de personajes principiales inconsistente). En pocas palabras no había una relación de proporción entre los recursos existentes y la optimización de aquellos recursos.


Tras varias jornadas de trabajo incansable de análisis (vuelvo a exagerar), con la sensación de estar construyendo la casa por el tejado, pues el proceso de producción ya estaba en marcha y el guión continuaba sin cerrarse, el Director Estrella decidió que había llegado la hora de arreglar el desaguisado. Como se solía decir en círculos de producción y desarrollo: hay que darle una vuelta.


A poder ser en un día.


Así que nos reunimos en su casa. Un bonito ático de lujo ubicado en el paseo marítimo, rodeado de un frontal acristalado, minimalista y diáfano, que combinaba madera de haya, aluminio y cristal, mucho cristal, y desde el que se podía disfrutar de unas maravillosas vistas al mar.


Vivía con su novia. Unos cuantos años más joven que él, una especie de groopie audiovisual, que hasta tenía su aquél. Cuando llegamos a casa, ella fumaba un cigarro, bebía vino y contemplaba las fabulosas vistas desde la terraza. El director se cabreó porque la comida no estaba hecha. A ella se la sudaba. Así que, ni corto ni perezoso, fue él mismo el que se puso manos a la obra. Unos tres kilos de cigalas y nabos cocidos.


Dimos cuenta de todo, aunque la verdad los nabos ni los toqué. Nos bebimos tres o cuatro botellas de vino (su bodega se reducía a unas 20 botellas, todas reserva de Ribera del Duero) y continuamos trabajando, dentro de los márgenes que me permitía la borrachera que llevaba. Un kilo más de cigalas se me hubiese antojado necesario para tapar huecos. El caso es que tras horas y horas de lucha de egos, de vueltas insustanciales a lo que ya estaba más que trabajado y definido, a eso de la 1 de la mañana, le dije.


-Mira tío, más no se puede hacer, plantea una reunión con los cambios a realizar en el guión y cerradlo cuanto antes, esto es lo que hay.


El director dudó. Reajustó las gafas sobre el puente de la nariz, frunció el ceño y negó con la cabeza. Yo me desesperé y le dije:


-Y otra cosa, todas estas conclusiones hazlas tuyas, yo me voy a dormir.


Él abrió los ojos de par en par y sonrió.


-No mames wein!


Al otro día, los implicados en el tema, recibimos un mail del director:


-El problema está resuelto, al culpa es de los enanitos.


Y a otra cosa mariposa.






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